De San Matías a El Santuario
- Catherine Méndez
- 28 ago 2023
- 17 Min. de lectura
Nací en el año 1991 en la vereda San Matías, una de las más lejanas de mi pueblo, El Santuario (Ant.). Aunque es lejana no es tan lejos como las de otros municipios del oriente antioqueño, porque Santuario es un pueblo pequeño. Está ubicada en el oriente del municipio, lindando con los pueblos de Granada y Cocorná; en este lugar pasé los primeros diez años de mi vida en un entorno absolutamente rural. Se constituyó como vereda en los años ochenta con el liderazgo de mi bisabuelo Antonio que donó los terrenos para la construcción de la escuela y mi abuelo Gilberto que gestionó la constitución como vereda, anteriormente era parte de otra más grande llamada Las Palmas, pero mi familia vio la necesidad de tener una escuela para que estudiaran sus hijos, nietos y bisnietos y la construcción de la carretera; para esto se necesitaba poder gestionar recursos y la única forma de hacerlo era constituyéndose como vereda; me cuenta mi abuelo que él había escuchado que esa parte se llamaba San Matías y le dijo a Orestes Zuluaga, un viejo amigo de la vereda que andaba en la política que averiguara en la gobernación de Antioquia por ese nombre, y efectivamente había unos viejos papeles donde se le llamaba a ese lugar San Matías, entonces no hubo mayor dificultad en este proceso. San Matías y todos sus alrededores albergan casi la totalidad de la historia de mis antepasados, desde los viejos canelones, camino de las bestias y las casas de tapia, hasta el cemento y los nuevos invernaderos; de niño atravesaba todos esos montes con mi familia, para visitar a mis tías o mis abuelos en mi vereda y en las vecinas, recuerdo la casa de tapia de mi abuela materna con su piso de tierra, su fogón de leña y su luz a punta de velas, las navidades con natilla, las juntas de acción comunal, las misas, las elevadas de cometas, las empacadas de papas por la noche, las madrugadas a arrancar zanahorias, las recochas en el arado y toda la felicidad y compañía que para mí era ese lugar.
En el año 2002 cuando tenía diez años, salimos mi mamá, mi papá, mi hermana y yo de la vereda. El motivo principal de esta decisión fue que mis padres querían que yo estudiara el bachillerato en un colegio del pueblo, curiosamente en ese mismo año, el 2002 llegó un colegio rural a la vereda, entonces mis padres estaban considerando la posibilidad de quedarnos, pero la profesora de la escuela les aconsejó que si podían me llevaran a estudiar al pueblo, desde su punto de vista era lo mejor; esto les dio mucha más energía para continuar adelante con su idea. Debo contar que mi papá cuando tenía doce años se fue a estudiar al pueblo el grado sexto, al mismo colegio donde veinte años después yo llegaría, como en un juego del tiempo. Lo recibieron en la casa de tapia grande de don Jaime Gañote, donde trabajaba cuidando unos caballos y vivió durante la semana mientras estudiaba. Los fines de semana se iba para la finca de San Matías; todo esto duró solo un año, ya que mi papá no aprobó el grado sexto y junto a mi abuelo tomaron la decisión de no continuar en el colegio y regresar a la vereda.
La carretera es una especie de símbolo tangible de lo que significa el deseo, la intención, la búsqueda o la simple inmersión de la modernidad, siempre me pregunto por ese camino de herradura que después fue la carretera que llegó hasta mi casa en la vieja vereda, carretera que llegó con la escuela en los años ochenta, tiempo después de que mi papá hubiese terminado la primaria, (él debía junto a sus hermanos ir a una vereda vecina a estudiar); carretera que en su construcción y diseño estuvo involucrada toda mi familia, con el liderazgo de esa figura agigantada, fuerte, avasallante, rabiosa y enigmática en la que reflejo gran parte de mis contradicciones interiores como lo es mi abuelo Gilberto; curiosamente en esos mismos años ochenta, cuando mi abuelo, mi familia, y en sí la vereda, (vereda era casi lo mismo que familia porque así estaban construidas) hicieron su carretera, se terminó de construir la autopista que unía a Medellín con Bogotá, asunto bien importante que se presenta como un eje fundamental en relación con un encuentro, un entrecruzamiento entre tradición y modernidad, pues al pasar esta misma al lado de nuestro pueblo, hizo a la modernidad más presente. Antes de la llegada de la autopista, El Santuario y sus veredas estaban relativamente aisladas, podemos decir que existía cierto grado de endogamia en la construcción de las familias, porque el foráneo era muy mal visto, entonces era como una especie de aislamiento y autoaislamiento social y mental que se rompió abruptamente al pasar la autopista más importante del país por el. Sobre esto el padre Pacho, el párroco en ese momento de la iglesia principal, dijo que por esa autopista iba a llegar el demonio a este pueblo, y cabe decir que por la carretera no transitan solo mercancías o personas, sino también ideas y conceptos. Se abrieron carreteras, desaparecieron los caballos y las mulas para darle paso a los carros, se construyó también la cultura del comerciante, de esos muchachos cachetirojos y muy trabajadores que se fueron a crear negocios a muchísimos lugares, la idea de la educación más allá de los seminarios, pues estos representaban en el campo la idea de la ilustración, la ampliación de las fronteras interpersonales, ese salir de la casa al mundo exterior, no porque hayamos decidido salir, si no porque el exterior atravesó por nuestra casa, en su sentido de conectividad e integración, que nos acerca al mundo de ahí afuera, al mundo de lo otro, a la globalización. Entonces por esa carretera construida por mi familia, que conectaba con la autopista Medellín Bogotá, salimos en ese 2002 y llegamos a vivir definitivamente en la zona urbana. Seguramente si esa carretera no hubiera llegado, jamás hubiéramos salido de allá.
El grado sexto, fue un choque fuerte para mí y estoy seguro que para muchos otros chicos que llegábamos de la finca a estudiar al pueblo lo era, muchos de ellos aún continuaban viviendo en el campo e iban todos los días a estudiar al pueblo. Recuerdo que mi mamá me empacaba unas cocas grandes de comida para el colegio, como el desayuno de un campesino: arroz, huevo, papas y arepa con quesito de finca para el chocolate. Algunos de mis compañeros que también eran del campo sentían pena de sus maravillosas cocas, entonces se iban a comer a las esquinas, y no las sacaban bien de la bolsa, como si hubiera un temor de que los otros vieran lo que estaban comiendo, lo que no sabían era que para esos muchachos del pueblo esa coca contenía un manjar. Lo que yo sentía de estar en ese colegio era algo entre curiosidad y temor. Jamás había usado uniforme, en la vereda siempre iba de botas a la escuela y estudiaba con mis primos, casi todos eran mis primos; en ese momento llegué a un lugar hostil, difícil, del que quise regresarme a mi viejo lugar. Recuerdo cuando observé desde un balcón del colegio el día que fui a matricularme con mi mamá, y miré hacia el lugar donde estaban los talleres, ese fue el espacio más grande que jamás vi, era como ver un sueño. Ahora que veo ese colegio me parece una cosa minúscula y apeñuscada, pero en ese momento fue el lugar más grande, misterioso y poderoso al que pude llegar. Tenía solo un amigo, se llamaba Wilson, le decíamos Taruguito, todo el mundo lo quería, todo el mundo lo conocía, yo solo conocía otras dos o tres personas. Era paradójico estar en ese espacio agigantado lleno de chicos y al mismo tiempo experimentar una sensación de soledad, un deseo de regresar a San Matías, porque allá siempre estaba acompañado de mis primos, siempre estaba en la casa grande que era toda mi familia, aquí en el pueblo ya no existía esa casa grande, ese estado de seguridad y confort que me daba el estar rodeado solamente de familiares; este acercamiento a la modernidad también derivaría en la construcción de casas más pequeñas, más individualizadas; ya su estructura, en mi caso, estaba basada en la familia nuclear, (mi padre, mi madre, mis hermanos), donde ya no teníamos una vinculación, un relacionamiento y una construcción de la realidad en directa relación con esa casa amplia y tradicional que fue toda mi vereda. Allí en ese colegio conocí al profe Emidio Herrera, él daba clase de artística en un salón grande, en ese lugar fue donde definitivamente decidí que el arte haría parte fundamental de mi vida. Mi madre me incentivaba y ponía en marcos mis mamarrachos, mamarrachos de los que años después se quejaría, por no encontrarles un sentido.
Desde años atrás mi abuelo había iniciado la construcción de su casa en el pueblo, en la segunda planta del edificio que en su momento llegaría a ser el más alto del barrio, tenía tres pisos para casas y uno, el primero, para un par de garajes altos, garajes que más adelante uno de ellos llegaría a ser mi taller. Este edificio se hizo en toda una esquina, en un pedazo que nos vendió don Jaime Gañote, un viejo amigo de la familia que era dueño de una de las casas fincas más maravillosas que hubo otrora en este barrio. Este edificio se fue haciendo paso a paso durante muchos muchos años, “cuando se iba pudiendo” como dicen los mayores, así pues, la primera casa en terminarse completamente fue la de mi abuelo y mi abuela, que era el segundo piso, se terminó no sé exactamente en qué año, pero aún vivíamos en el campo, en San Matías, aún no era el 2002. En esos tiempos, mientras se construía el edificio, a finales de los años noventa, los fines de semana siempre nos veníamos para el pueblo, entonces posabamos en la casa de mi abuelo, esa palabra, posar, era muy usada cuando yo era chico; en el contexto rural las familias siempre subíamos al pueblo el fin de semana, a la misa y a mercar mínimo, entonces como solo se subía un día al pueblo, había casas de algún familiar normalmente, donde nos quedabamos ese día, esto se llamaba posar.
Nosotros; la casa de mi familia principal, (mi padre, mi madre y mi hermana), la casa de mi abuelo y abuela paternos y la casa de mi tío Nelson hermano de mi papá y mi tía Rubiela hermana de mi mamá, que son esposos también, siempre hemos habitado muy cerca. Las tres casas en la vereda colindaban, estaban casi juntas en la misma finca, y este edificio adquirió de alguna manera la misma forma, eran nuestras tres casas juntas, una forma espacial de conservar una estructura rural ya en el mundo de lo urbano. La idea de familia después de haber atravesado por esa carretera, y habernos instalado las tres casas en la zona urbana, conservó un cierto calor hogareño, campesino, donde muchas dinámicas cambiaron, otras desaparecieron, otras se agregaron, pero los lazos de familia continuaron casi intactos entre nosotros. Llamar urbano a este barrio conurbado no sé qué tan acertado sea, en mi caso lo veo como una nueva forma de la ruralidad, una evolución de la misma, una inserción más directa en el capitalismo, no sé claramente cómo definirlo. En principio como venía diciendo posábamos en la casa de mi abuelo, teníamos una pieza para nosotros, para nuestra familia, en esos tiempos antes de llegar definitivamente a vivir en el pueblo nos veníamos todos los viernes por la noche en el carro rojo de mi abuelo, porque los sábados mi papá mi tío y mi abuelo trabajaban en la finca de Jaime Gañote, la finca de la casa gigante de tapias de donde nos habían vendido el pedazo para la construcción del edificio, esa finca quedaba justo detrás de la casa, solo era bajar, voltear y listo, ya estábamos en la finca.
Con los años y lentamente, aprovechando alguna suerte de las que a veces da la incertidumbre de la agricultura, mis padres lograron terminar la casa, o bueno medio terminar, porque todos los acabados se le fueron dando con el tiempo. Nuestra casa estaba sobre los dos garajes, la casa de mi abuelo, la de mi tío y mi tía que estaba en el tercero y la de nosotros la construimos en el cuarto piso, a esa casa llegamos a vivir en el año 2002. En principio, cuando llegamos, mi papá empezó a trabajar él solo las tierras de don Jaime Gañote, las tierras de atrás del edificio y aún no se desconectó del todo de la vereda San Matías, porque algunos días también iba a trabajar allá. Algún tiempo después mi madre empezó a trabajar en la guardería del barrio, tenía trece niños y para esto le pidió a don Jaime Gañote que le prestara la casa finca que tenía ahí en esas tierras. Como la familia de don Jaime ya vivía en Medellín y solo venían por ahí de vez en cuando, le prestaron uno de los cuartos de esa casa gigante para que tuviera la guardería del barrio, esa casa tenía una manga grande al frente, donde los niños salían a jugar con mi madre, recuerdo que yo recogía la mierda de las vacas de esa manga, porque en esa manga no podía haber mierda, también recuerdo que había un muro largo que mi madre me pidió que pintara, no se cuanto me gaste pero pinté ese muro grande de muchos metros con imágenes de animales, de paisajes y no recuerdo bien de que más. En la manga de atrás teníamos la vaca de leche que yo ordeñaba a veces.
Fue hasta el año 2006 que mi padre y mi madre trabajaron en esa finca, mi padre en la agricultura y mi madre con la guardería, lo que pasó fue que don Jaime Gañote y su familia vendieron esa finca y ahí en esas tierras y sobre la casa gigante de tapias se construyó una unidad residencial. Entonces ya tocó mirar otras posibilidades, una de ellas era volver a San Matías; a mí me causaba felicidad fantasear con eso, porque allá estaban todos mis primos y amigos de la vieja vereda, y la verdad en mi colegio tenía muy pocos amigos. Al fin resultó una para alquilar, ahí cerca al mismo barrio, ya no atrás, sino al frente de nuestra casa, solo bajar, dar unos pasos, atravesar la quebrada y llegamos al lugar donde aún hoy continuamos trabajando, la finca del Calvario.
Yo tenía unos 14 años, ahí fue donde me tocó aprender a cargar, entre la comprensión y la templanza de mi padre. Desarrollar la fuerza era una fase importante del crecimiento en la finca, era casi como una construcción de la virilidad, o una obligación. Esa frialdad que se necesita para matar un perro o una culebra que se arrima a la casa, o el carácter para bolear azadón un día completo, esa dureza de los mayores que no suelta ni una lágrima y donde a veces me confundo y no logro ver el límite entre la dureza y la agresividad. Siempre me identifiqué más con el admirar o con el nerviosismo, asuntos de matar siempre me daban miedo, una rata, o una culebra, o una gallina, siempre huía de esos espacios. San Matías cuando yo era niño estaba distante de ser un lugar idílico, era idílico todo mi mundo familiar, pero en sí el contexto en los años noventa era complicado, cerca de la casa de la vereda había y aún hay una base militar que marcaba en esa dirección una especie de límite entre la zona que dominaba la guerrilla de las farc y el control de las fuerzas del estado, era un límite convulso y exigió de mi abuelo un carácter duro cuando llegaban los militares a robar alimentos o gallinas, muchas veces le tocó ir a hablar con el comandante de la base cuando cosas así pasaban. Tengo un recuerdo que no sé bien si es una pesadilla, porque era muy de noche siempre que sucedía, yo iba en el carro de mi abuelo, ahí adelante con él, y se veían las luces del carro que alumbraban la carretera que por partes entre los barrancos y los montes producían un poco de miedo, y justo cuando llegábamos a la curva donde era la entrada para la base militar había una especie de bola de alambres de púa con madera que cubría todo el paso. Justo en este momento, mientras escribo, busqué en Google: “círculos de alambre de púa en la guerra” y me salieron los tales círculos esos, tal cual, como los que veía con mi abuelo, lo curioso es que dice “alambres de púa de la segunda guerra mundial”, otro salto en el tiempo; lo que hacía mi abuelo, era que se bajaba del carro y con sus manos corría ese círculo y lo tiraba a un matorral al lado de la carretera y continuábamos hacia la finca. Son muchos los cuentos y las historias que he escuchado sobre la fuerza que denotaban los hombres en los tiempos de mi abuelo, él mismo me ha descrito cómo era la técnica para subirse al hombro bultos de más de cien kilos, supongo que en ese momento la fuerza física para cargar era mucho más importante que ahora, por las largas distancias y la ausencia de carreteras que hacían de esa capacidad algo necesario; lo curioso es que todos esos hombres fuertes no eran capaz de servirse su comida, mi abuelo siempre se sentaba en la silla a esperar que mi abuela le llevara el plato, esta fuerza pues, se hallaba en un campo gris, en una especie de contradicción entre un hombre rudo, fuerte y hasta violento que a pesar que dentro de su casa conserva todas las anteriores características, se comporta como un niño dentro de ella.
Los primeros años de trabajo en la finca del Calvario fueron mucho más difíciles que ahora, por un motivo simple y es que no tenía carretera, entonces la carga había que sacarla al hombro bien hasta abajo cerca a la quebrada por donde pasa la calle principal, o subirla bien hasta la cabecera por donde pasa la calle del barrio el Calvario, lo propio había que hacer para entrar los abonos y los cuidos para las vacas. Cuando tenía unos quince años recuerdo que me tocó subir mi primer bulto de “salvao”, (comida para los animales), desde cerca a la quebrada hasta arriba a la casa de la finca, fue algo complicado porque ese bulto se me cayó no sé cuántas veces, fueron tantas que el bulto se rompió y me tocó subir por otro costal para echarlo y terminar mi tarea; así tocaba subir y bajar todo, los bultos de habichuelas, las cajas de lechuga, los bultos de remolacha, de zanahoria, en fin, cualquier producto que tuviéramos sembrado.
Esa finca en principio tenía una manga grande, mucho más grande que la de Jaime Gañote, ahí teníamos la vaca y unas terneras. La vaca de leche era una de esas cosas que nos conectan con nuestra forma de vivir en San Matías, tener la vaquita de leche era algo demasiado importante en el campo, me cuenta mi padre, que, si una familia vecina no tenía vaca y tenían un niño chiquito, todos los días se le mandaba un tarro de leche. Ordeñar la vaca siempre fue una de mis labores principales desde niño; y lo fue más o menos hasta mis 19 o 20 años, que fue el momento en que desapareció la vaca de leche de nuestra familia. Recuerdo que en el colegio y en mis primeros semestres de universidad antes de irme debía subir a ordeñar la vaca, a cuidar la marrana y las gallinas. Esa decisión, de prescindir de la vaca de leche, se tomó porque ya los tiempos no nos estaban dando para ordeñar la vaca todos los días, entonces se estaba convirtiendo en un peso, y claro está que una vaca se debe ordeñar absolutamente todos los días, además de encerrar en la tarde el ternerito, ese fue el motivo principal, entonces nos quedamos con novillonas, que no requerían el compromiso de estar todos los días ordeñando y encerrando. Unos años más adelante don Manolo uno de los dueños de la finca decidió convertir todo en arado para cultivar, entonces la manga desapareció, y así también las novillonas.
Al poco tiempo de llegar a esta finca me gradué del colegio y decidí presentarme a la universidad, con la fortuna de haber sido aceptado en la Universidad Nacional de Colombia sede Medellín, a la carrera de artes plásticas. Cuando empecé ese proceso, recuerdo que mi padre me dio un lote para cultivar, muy bueno, y me dijo que ese lote me iba a dar la plata que necesitaba para estudiar. De alguna manera el ser campesino ya habitaba en un punto de tensión, un punto límite donde se tocaban tradición y modernidad; Trabajar para estudiar, trabajar para consumir, ya no se trataba solo de trabajar para sobrevivir. La llamada revolución verde que se implementó en diferentes zonas del país en los años setenta a través del DRI (Desarrollo rural integral), y que tuvo en mi pueblo fincas modelo en esos años, transformó radicalmente la forma de nuestras prácticas campesinas, con la inserción de semillas mejoradas y la posterior dependencia de los agroquímicos, casi todos producidos por multinacionales en el exterior, se eliminaron de nuestras parcelas cultivos como el maíz, la arracacha, algunas variedades de papa, entre otros y se introdujeron nuevos cultivos como la zanahoria, el repollo, la remolacha… etc; pero diría que lo más importante fue que nuestra alimentación dejó de basarse en las cosechas que teníamos en nuestro campo y la mayoría de nuestros cultivos eran ya para la comercialización, esto no se debe a una decisión propia de nosotros los campesinos, si no a una puesta a punto con un sistema globalizado en el que la agricultura de mi pueblo entraría, e inevitablemente sería con esas prácticas que conservan rasgos de un pasado: indígena y colonial, en una mixtura con el nuevo modelo agrícola, ahora al servicio del capitalismo, con el que yo me encontraría, pues no podemos hablar de una destrucción total de unas prácticas tradicionales o de una inserción absoluta del nuevo modelo, sino de un juego de hibridación o sincretismo entre el pasado y el presente. De alguna manera si quería dedicarme al arte debía profundizar más en la tierra, no huír o salir como lo había hecho el único primo que yo conocía que había ido a la universidad, que de cualquier manera, vendiendo boletas con su madre o trabajando en otras actividades en el pueblo se consiguió su dinero para estudiar; había cierta concepción de que si ibas a la universidad ya no meterías las manos en la tierra, pero la opción más viable de hacer esto realidad en mi caso, era trabajando en ella, además como mi padre era el jefe y estaba comprometido con mi proceso académico, asunto que también es un poco extraño, porque en mi contexto hay una concepción demasiado idealizada del trabajo como fin único para darle el sentido a la vida, entonces si un hijo quería estudiar la universidad, o hasta el colegio, dentro de esa forma de ver, ya estaba muy grande para darle algo, “que si quería estudiar, pues que se lo costeara”. El dinero que yo hubiera podido ganar en cualquier otro lugar no me alcanzaría para mis necesidades. De alguna manera, este arraigo a la tierra me ha permitido una independencia académica y creativa donde la creación artística no está mediada por el afán de las instituciones y la necesidad económica; sino más bien centrado en la búsqueda de un lenguaje propio.
Algún tiempo atrás había comentado con mi papá el deseo de estudiar artes, lo hice ahí en la finca mientras desherbábamos unas remolachas, creo, yo le dije que la verdad quería presentarme a artes y él solo me dijo que estudiara lo que quisiera, a uno le da un poco de miedo decirles a los padres que es eso lo que quiere estudiar, y más en el contexto rural, a mi madre por ejemplo le dio dificultad entender que yo estaba estudiando, no para ponerme una corbata e ir a trabajar a una oficina. En la Universidad no estudiaba todos los días, iba unos tres o a veces cuatro días, pues debía apoyar un poco el trabajo en la finca.
Mi mamá ya había abandonado el trabajo de la guardería, pero continuó trabajando con bienestar familiar en el programa de hogares sustituto, que consistía en ser un hogar medianamente de paso para niños o adolescentes sin hogar, algunos duraron dos o tres años en la casa. Para mi hermana y para mí fue complejo muchas veces lograr convivir bien con todas las personas que pasaban por la casa, pero al mismo tiempo fue un aprendizaje del complejo, doloroso, injusto e inequitativo mundo de ahí afuera de nuestro hogar. En ese momento mi mamá decidió terminar el colegio, ingresó al grado octavo a una institución donde estudiaba todos los domingos porque cuando vivíamos en San Matías y yo era pequeño, ella había estudiado hasta séptimo en un colegio rural que había en ese momento en una vereda vecina donde iban dos días a la semana. Al graduarse continuó estudiando una técnica en educación infantil, de la que también se graduó mientras yo estudiaba la universidad, y de la que se siente muy orgullosa, como dice ella, por ser la única de todos los 16 hermanos que se graduó del colegio. Ella siempre me cuenta que de niña lo que más le gustaba era estudiar, Siempre tuvo ese ímpetu por el estudio que me inculcó. Esa salida de San Matías en el 2002 estaba conectada con ese deseo de mi madre de estudiar y ese deseo de estudiar nos conectaba con el ilustrarnos, con cierta idea de modernidad, que nos llevó a la zona urbana; el colegio al que yo llegué, en el cual mi padre años atrás había estudiado y que más adelante se transformaría en la universidad, estaba en un diálogo constante con la ruralidad, ese ir y venir, entre el colegio y el arado, entre la universidad y la vaca, entre el taller y la finca.
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