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Entre el taller y la finca

  • Foto del escritor: Catherine Méndez
    Catherine Méndez
  • 28 ago 2023
  • 13 Min. de lectura

Cuando estaba en segundo o tercer semestre ya tenía tantas cosas, quería pintar cuadros más grandes y el cuarto que tenía en mi casa se empezó a hacer pequeño, se empezó a llenar de manchas de pintura y de bastidores empezados. Como mi papá era dueño de uno de los dos garajes de ahí abajo del edificio, yo le dije que, si me iba a dejar pintar allá y él aceptó, ese espacio se convirtió en mi taller, uno de esos dos garajes altos que mi abuelo imaginó, por los cuales en su momento junto a don Gildardo, el oficial que construyó el edificio, tuvieron que ir a la secretaría de planeación del municipio y “tranzarlos” con plata, con cincuenta mil pesos, me contó mi abuelo, porque al parecer esa altura no era permitida. Buenas razones tenían al quererlos bien altos, bien espaciosos, pues él cuando empezaron la construcción del edificio tenía una jaula roja, un camión Ford viejo, de esos que se usaban y aún se usan para sacar la comida de las zonas rurales.


En principio los dos garajes estaban juntos, se construyó el muro que los divide cuando mi papá me dio el espacio para convertirlo en mi taller. El de mi abuelo se usa para guardar la máquina de fumigar, herramientas, viejas partes de carros, abonos, entre otras cosas de la finca, y mi abuelo tiene ahí guardado el que fue su último carro, un Toyota del sesenta y nueve en perfectas condiciones, pero que ya no usa, pues ya en el único lugar que trabaja es ahí, en la finca del frente, entonces ya no lo necesita. El garaje de mi papá cuando él aceptó prestármelo, estaba alquilado a un vecino para guardar un viejo carro, ese espacio estaba en obra negra, el piso estaba en tierra, no tenía baño, no tenía un muro que lo separara del garaje de mi abuelo, no tenía agua y solo tenía un cable para conectar un bombillo. En ese momento yo bajé mis cosas en medio de muchísima alegría, pero a los 8 días mi papá me dijo que: “saque las cosas de ahí, porque lo voy a organizar”, literalmente me dijo con estas palabras que recuerdo con intensidad: “un hijo mío no se puede meter en eso tan feo”. Entonces contrató a don Rubén un oficial muy bueno para organizar ese espacio. Mi mamá escogió unas baldosas de un estilo como de baño, mi posición era que se dejara en cemento, porque obviamente lo iba a volver una mierda, al fin lo terminaron organizando de la mejor manera, hasta estuco le aplicaron, quedó perfecto. Ese taller me lo dieron en el año 2009 cuando estaba en tercer semestre, fue mi espacio de creación, espacio de encuentro y espacio de aprendizaje durante muchos años. El taller se convirtió en el lugar del hacer de múltiples cuadros, de la planeación de mis primeros cortometrajes, de una que otra fiesta, de las clases que todos los sábados daba a los niños del barrio, viví muchas épocas en ese lugar, era mi guarida, mi bóveda, mi tumba, mi hogar, el lugar al cual siempre quería llegar. Al principio en ese espacio sonaba el eco del vacío, literalmente, lo primero que conseguí fue un mueble que me regaló un vecino, un sillón que me regaló mi abuela, una silla vieja de la casa, una mesa que me conseguí en un segundazo, otra que me regalaron, compré un caballete y mucha pintura.


Con el paso de los años empecé a acumular tantos cuadros, que ya no me cabían en el taller, entonces mi abuelo y mi abuela me prestaron un cuarto en su casa que fue mi bodega durante mucho tiempo. Esos primeros años marcaron el inicio de obras en gran formato y de una búsqueda intensa por encontrar un lenguaje con el cual identificarme en la pintura, y el inicio de mis primeros trabajos con la imagen en movimiento en mis clases de video en la universidad. Mis primeros trabajos audiovisuales estuvieron centrados en una especie de documental de observación sobre mi vieja casa en la vereda San Matías y sus alrededores, en esos momentos, (inicios del 2010), sucedía algo completamente interesante en ese lugar, y era que estaba casi abandonado, la vereda estaba casi vacía y la mayoría de arados estaban alzados, yo me paraba en el patio de mi vieja casa y no veía ni una sola que estuviera habitada a su alrededor, la soledad había invadido ese lugar por completo y de alguna manera me empezaba a preguntar a través del video por ese lugar que había sido abandonado y por la relación que yo tenía con ese abandono, fue de alguna manera el germen de este proyecto y mis primeras aproximaciones. Los medios audiovisuales aparecieron para mi como una estrategia para poder observar, captar y transmitir mi estado entre la ruralidad y la urbanidad, porque en la pintura tenía una búsqueda mucho más íntima a través de los retratos, que no me permitía abarcar esta condición; entonces este otro medio de expresión respondía con claridad a la construcción de un puente entre ser un agricultor y ser un artista. Por estos mismos años mi papá y mi mamá decidieron vender la finca de San Matías, (que aún nos pertenecía en ese momento), la compraron mi tío Nelson y mi tía Rubiela, entonces de alguna manera quedó en la familia.


Este taller fue escenario, epicentro en el barrio de algunas actividades culturales, materializada la principal de ellas en la clase de pintura los sábados, un encuentro que sucedía y aún sucede en la tarde de ese día; la clase del taller empezó justo después que me dieron ese espacio, en el año 2010, por ella han pasado cantidad de niños, niñas y adolescentes del barrio, muchos ahora ya son adultos o jóvenes con los que comparto una amistad, o por lo menos una posibilidad de conversación, pues, yo le llamo a mi clase una falsa clase de pintura, porque lo que más me interesa no es enseñarles a desarrollar una técnica de la pintura, es más, en muchos casos ni siquiera pintamos, hacemos otro tipo de ejercicios a través de la escritura, y con los niños y niñas que aún no saben escribir, un tipo de dibujo narrativo a partir de sus experiencias, o simplemente conversamos; lo que busco es desarrollar un espacio de confianza donde a partir de las artes se puedan expresar, más que aprender. Esta clase la veo como un devolver al barrio un poco de todo lo que la vida y mi familia me ha dado, incluido el taller, una forma de agradecer con una actitud muy heredada de la ruralidad, de un campesinado que siempre está dispuesto o casi que siente el deber de dar una parte de lo que tiene, sea en el diezmo que dan sin falta los domingos en la misa o el compartir con un foráneo, un familiar, un vecino o un conocido alguna parte de su cosecha, una identificación del otro como ser humano con el que compartimos el espacio vital. En la urbanidad (modernidad) prima la individualidad, una falta de conciencia comunitaria, una desaparición de la otredad como ser humano, ahora en un relacionamiento a partir del consumo; cuando digo urbanidad no me refiero estrictamente al concepto de pueblo o ciudad como estructura física, porque estos en gran parte están construidos a partir de personas llegadas del campo, por diversos motivos y aunque estén en la urbanidad conservan algunas prácticas cotidianas que vienen de unas formas familiares y rurales de construir los lazos entre sí; es decir no hay una urbanidad pura en su modernidad o tradición, hay una interrelación de ambas, en mayor o menor medida dependiendo de cada persona.


Mi tiempo está fragmentado, no puedo estar del todo en la finca, y tampoco puedo estar del todo en el taller, y a veces cuando estoy en la finca, principalmente cuando estoy realizando cualquier trabajo solitario, que son los que más me gustan, mi cabeza está metida en mis problemas del taller, como en una falta de concentración que mi padre antes me reclamaba tanto, una fragmentación mental en dos modos de actuar, uno proveniente de la agricultura y otro proveniente de la academia y las artes, y una fragmentación física, ya que no puedo estar una semana entera, casi ni un día entero en la finca, porque debo estar en el taller, o en cualquier cosa de la universidad. Trabajar el día completo, la semana completa, hace parte de una de esas prácticas arraigadas en el campesinado, no dudo, que por esa capacidad de trabajo la agricultura hace parte de los motores principales de la economía del país; yo no tengo esa capacidad de trabajo, esa seriedad con la que se asume la labor, estoy fragmentado como un espejo quebrado que no es solo una realidad la que refleja. Al mismo tiempo, que me siento extraño o fragmentado en la finca, me siento extraño y fragmentado en el taller y pensando en esta figura del espejo que estaba usando antes, siento que lo que busco en mi pintura y en cualquier creación artística está relacionado con mi vida en el campo, con una forma de concebir el mundo y el arte, que viene de allá también, es más, este proyecto se pregunta por esa vida rural a través de las artes y la academia, la pregunta en sí misma responde a su búsqueda, los puntos donde tradición y modernidad se encuentran entrecruzados en la forma en que soy campesino, un ejercicio de reflexividad, de mirar hacia adentro, de ponerme a mí mismo y mi propia experiencia como objeto de estudio, responde a mis búsquedas como campesino a través de uno de los pilares de la modernidad, como lo es la universidad, mientras confluyo en el quehacer diario de mis manos; la fuerza, la rusticidad, se vuelven conceptos fundamentales dentro de mi pintura, el cuerpo tenso, mi mano fuerte, no tan fuerte como la de mis mayores, pero fuerte y dura, esta mano, mi mano, no puede dar unas pinceladas tranquilas, suaves, o pintar paisajes glamurosos o cuerpos perfectos, esta mano fuerte y pesada hace manchas rústicas, cuerpos llenos de materia, personajes que no logran ser del todo, que se la juegan entre la figuración y la desfiguración, no son cuadros sobados, mis manos no me permiten sobar, mejor verbos como golpear, picar o manchar; una metodología creativa basada en la fuerza física y en esa contradicción conurbada que es mi realidad.



El ir y el venir a través del barrio, desde el edificio donde existe un espacio para ese ocio creador, donde “el tiempo se puede perder” leyendo libros o pintando cuadros, hacia la finca a trabajar la tierra. Mi familia ha permitido el ingreso de nuevas maneras de actuar, nuevas maneras de pensar en nuestra casa, ha permitido que mi yo pueda existir. Recuerdo cuando empecé la universidad, que mientras estudiaba, miraba por la ventana de mi habitación hacia la finca, mientras veía a mi papá y a los trabajadores golpear duro la tierra, a veces bajo torrenciales aguaceros, mientras yo tomaba aguapanela caliente y plácidamente leía un libro, esa imagen me hacía sentir culpable, y sentía que estaba haciendo algo malo, procuraba no salir al balcón, para que mi papá no me viera desde la finca. Un día decidí comentarlo con él y no le pareció extraño que yo estudiara mientras él trabajaba.


Era una sensación parecida a cuando me quedaba durmiendo hasta tarde, hasta pasadas las 7 de la mañana; porque en el campo siempre nos levantábamos temprano, mi abuela materna, si dormía en su casa, siempre me despertaba a las 5 y media a rezar el rosario, hace parte de una idiosincrasia campesina y trabajadora, la cosa es que en el pueblo eso empezó a cambiar porque ya existía una vida nocturna.

Cada individuo a través de sus prácticas tiene sus propios dilemas éticos, el ser siempre está en un espacio de contradicción y yo mismo al iniciar este proyecto me encontraba en ellas; es más, era lo que más me preocupaba, como unos asuntos éticos de la agricultura, la contaminación, la deforestación, el machismo etc; y una dualidad de mi vida entre las artes y la agricultura. La agricultura es mi sustento económico, y el arte es el sentido de mi vida. Mi juego es ir a trabajar a la finca para pagar la maestría, comprar pinturas y en sí, sobrevivir. Siempre me he sentido en tensión al estar en estos dos lugares, no sé bien a dónde pertenezco, pero al fin no sé si eso sea lo importante, este proyecto deriva en una comprensión de mi propia realidad, sin juzgarla, sin pensar que hay un deber ser, sea el de campesino o artista, sino que estos dos son los que hacen mi realidad.


Esos dos espacios conviven visualmente en simultáneo, hablan de dos tiempos en un mismo lugar, de una contradicción que crea una mirada que desea poner todo en orden, una mirada que me pertenece y que en este proceso ha ido aceptando que diferentes tiempos pueden convivir en el mismo espacio, en mi entorno vital, como una colcha de retazos, algo abigarrado, coetáneo como el conjunto de cosas que componen mi vida y que ahora son esta reflexividad. Tradición y modernidad, no va la una después de la otra, conviven en un mismo espacio y son o hacen parte de lo que llamamos realidad, una especie de sincretismo que deriva en lo que somos, en nuestras prácticas, mirando con extrañeza, como si se fuera el primer hombre, con el detalle de un relojero; sincretismo derivado en abigarramiento, en un juego de tiempos donde el pasado y el presente se conjugan en nuestras prácticas cotidianas, en nuestras prácticas campesinas, en nuestras prácticas artísticas, en nuestra vida misma.




La mirada que viene de afuera siempre nos quiere encasillar, uno mismo se pone esos pesos mentales y conceptuales; esa mirada que dice: ¿eres un campesino? actúa como campesino, ¿eres un artista?, actúa como artista. Este proyecto cuestiona esa mirada que tienen desde afuera hacia el campesino, donde es el exterior el que habla por él, el que lo pone en unas dimensiones de adoración, perfección, símbolo de la belleza noble, o por el contrario como un agente inconsciente, contaminador y violento; la pregunta es alrededor de una mirada particular desde el interior de un campesino, que soy yo, y que también es un artista, proceso que nombro como “la contradicción” porque creía descompuesto el mundo, como un estado binario de la realidad, de ser bueno o malo, blanco o negro, campesino o artista, y que derivé en la pregunta por la relación entre tradición y modernidad, poniendo mi experiencia vital como eje central de la búsqueda de sentido a través de esta pregunta. En las primeras aproximaciones que hacía en los semestres iniciales al gran formato en la pintura o la bidimensionalidad, trabajé en uno de mis proyectos de experimentación, en grandes telas que cubría con acronal y diferentes colores de tierra, hasta remolachas machucadas apliqué sobre esas telas, de las que aún conservo algunas. Para todos estos ejercicios preparaba un espacio en la casa de la finca del calvario, ahí en el corredor, ponía un trípode con una cámara para hacerle fotos o videos al proceso, tendía la tela en el piso, y me disponía a trabajar, andaba por la finca y acumulaba bolsas con tierras de diferentes colores para después juntarlas con el acronal y disponerlas con mis manos y trapos sobre los lienzos; recuerdo que a los trabajadores de ese momento, sobre todo a uno que se llamaba Rodrigo, le decíamos Rigo, le causaba mucha curiosidad lo que yo estaba haciendo, me decía que: “este guevon si está como loco”; en ese momento, igual que ahora, era muy aficionado a la radio, sobre todo a la radio hablada, al AM, esa era otra de las cosas que a Rigo le parecían muy curiosas, que como un pelado de mi edad no estaba escuchando musiquita, guasca o reggaeton. Recuerdo que en una de las exposiciones que se hacían en la casa de la cultura de mi pueblo, a las que yo asistía con gran orgullo por ser el único coterráneo en estar estudiando artes en la Universidad Nacional, llevé una de esas telas, y las personas quedaron un poco confundidas; en ese momento quería utilizar acciones y materiales propios del trabajo en la finca, aunque obviamente al querer disponerlos en soportes y espacios diferentes a la misma, perdían esa belleza poética y casi sublime que evocan la formas de las parcelas en la finca, el nacer y el crecer de los cultivos, el gran formato de esas paperas, que me hacen ver como un pequeño insecto cuando me meto entre ellas a fumigarlas, hay un asunto estético en la agricultura que disfruto; Las mañanas enneblinadas tomando jugo de naranja o tomando chocolate con arepa migada, mientras miro por el balcón de la casa, para salir prontamente a la labor de la finca, en antaño a ordeñar la vaca, ahora, a fumigar el campo, a sembrar o a desherbar. Bajar las 3 casas y pasar por el taller, atravesar la pequeña quebrada que divide el mundo del aquí y del allá, o del allá y del aquí, del taller y la finca o la finca y el taller, esos dos mundos que se miran literalmente el uno al otro y en los que yo orbito con irregularidad; subir después de la pequeña quebrada por el camino de tierra y piedra que conduce hacia la casa de la finca, llegar, buscar las llaves que siempre han estado escondidas bajo un tarro de chocolisto viejo, lleno de clavos y grampas que está muy cerca a la puerta, encontrar la llave que tiene aires de misterio, por ser de esas grandes, de las casas viejas, abrir la puerta y observar los azadones y las picas colgadas sobre los palos del techo de la finca, ver como pasan los murciélagos de un lado al otro, sacar los riegos de la mesa, preparar la máquina de fumigar, llenar la bomba y salir a la fumiga de los cultivos. A las 10 u 11 comerse el desayuno recargado de campesino y disfrutar mirando el palo de guayabas, volver a la labor, y empezar a desear la bajada al taller un rato a pintar o seguir escribiendo la tesis. No soy un campesino convencional, y tampoco soy un artista convencional; hay un concepto que se empieza a usar mucho en los movimientos sociales del oriente antioqueño y es la neo-ruralidad, que se refiere principalmente a personas que no han estado en entornos campesinos y que llegan a ellos, aquí se genera un choque que deja al descubierto la urdimbre de la tradición y la modernidad en el campesino y el neo-campesino; lo digo porque estas personas, (los neo-campesinos), traen o recuperan conocimientos que dentro de las estructuras que podríamos llamar más tradicionales de la agricultura, que es de donde yo provengo, ya hemos perdido, semillas, cultivos y formas que están más ligadas a la agricultura antes de la llegada de la revolución verde, que, si lo queremos definir, estaría dentro de una agricultura más tradicional; aquí continúa la dualidad. porque normalmente, no digo en todos los casos, pero normalmente, estas personas que denominamos neo-rurales no sobreviven económicamente de la agricultura, entonces no entran en una pregunta económica sobre la labor, sino más bien en un interés por recuperar conocimientos de la alimentación y las variedades de cultivos que en otrora pulularon en nuestro territorio; entonces aquí podríamos decir que el neo-rural obtiene o absorbe, o aprende unas prácticas más ligadas a lo tradicional, que, lo que llamamos el campesino tradicional, que ya está dedicado en un buen porcentaje solo a las semillas, los agrotóxicos y los abonos de las multinacionales. ¿Soy yo un neo-rural?, obviamente, pero no vengo de afuera hacia adentro, sino, de adentro hacia afuera, de unas prácticas y una historia ligada directamente de la agricultura de los pueblos del oriente antioqueño, hacia una inserción en el mundo de las artes, la academia y la modernidad.


 
 
 

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