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"LA contradicción"

Es un proyecto de largometraje documental expandido en desarrollo, donde exploro mi doble condición personal de campesino y artista a través de inmersiones visuales, audiovisuales, textuales, escritas… por parajes físicos o mentales de mi niñez, de la finca donde trabajo, de mi actual taller; en fin, de mi condición vital y la relación a veces conflictiva de estos dos mundos en apariencia contradictorios. Este espacio ofrece las exploraciones creadas hasta el momento y pretende llevar al espectador por un camino de acompañamiento en los pasos que se van dando para llegar a la conclusión de nuestro largometraje.

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Nací en el año 1991 en la vereda San Matías, una de las más lejanas de mi pueblo, El Santuario (Ant.). Aunque es lejana no es tan lejos como las de otros municipios del oriente antioqueño, porque Santuario es un pueblo pequeño. Está ubicada en el oriente del municipio, lindando con los pueblos de Granada y Cocorná; en este lugar pasé los primeros diez años de mi vida en un entorno absolutamente rural. Se constituyó como vereda en los años ochenta con el liderazgo de mi bisabuelo Antonio que donó los terrenos para la construcción de la escuela y mi abuelo Gilberto que gestionó la constitución como vereda, anteriormente era parte de otra más grande llamada Las Palmas, pero mi familia vio la necesidad de tener una escuela para que estudiaran sus hijos, nietos y bisnietos y la construcción de la carretera; para esto se necesitaba poder gestionar recursos y la única forma de hacerlo era constituyéndose como vereda; me cuenta mi abuelo que él había escuchado que esa parte se llamaba San Matías y le dijo a Orestes Zuluaga, un viejo amigo de la vereda que andaba en la política que averiguara en la gobernación de Antioquia por ese nombre, y efectivamente había unos viejos papeles donde se le llamaba a ese lugar San Matías, entonces no hubo mayor dificultad en este proceso. San Matías y todos sus alrededores albergan casi la totalidad de la historia de mis antepasados, desde los viejos canelones, camino de las bestias y las casas de tapia, hasta el cemento y los nuevos invernaderos; de niño atravesaba todos esos montes con mi familia, para visitar a mis tías o mis abuelos en mi vereda y en las vecinas, recuerdo la casa de tapia de mi abuela materna con su piso de tierra, su fogón de leña y su luz a punta de velas, las navidades con natilla, las juntas de acción comunal, las misas, las elevadas de cometas, las empacadas de papas por la noche, las madrugadas a arrancar zanahorias, las recochas en el arado y toda la felicidad y compañía que para mí era ese lugar.

En el año 2002 cuando tenía diez años, salimos mi mamá, mi papá, mi hermana y yo de la vereda. El motivo principal de esta decisión fue que mis padres querían que yo estudiara el bachillerato en un colegio del pueblo, curiosamente en ese mismo año, el 2002 llegó un colegio rural a la vereda, entonces mis padres estaban considerando la posibilidad de quedarnos, pero la profesora de la escuela les aconsejó que si podían me llevaran a estudiar al pueblo, desde su punto de vista era lo mejor; esto les dio mucha más energía para continuar adelante con su idea. Debo contar que mi papá cuando tenía doce años se fue a estudiar al pueblo el grado sexto, al mismo colegio donde veinte años después yo llegaría, como en un juego del tiempo. Lo recibieron en la casa de tapia grande de don Jaime Gañote, donde trabajaba cuidando unos caballos y vivió durante la semana mientras estudiaba. Los fines de semana se iba para la finca de San Matías; todo esto duró solo un año, ya que mi papá no aprobó el grado sexto y junto a mi abuelo tomaron la decisión de no continuar en el colegio y regresar a la vereda.

La carretera es una especie de símbolo tangible de lo que significa el deseo, la intención, la búsqueda o la simple inmersión de la modernidad, siempre me pregunto por ese camino de herradura que después fue la carretera que llegó hasta mi casa en la vieja vereda, carretera que llegó con la escuela en los años ochenta, tiempo después de que mi papá hubiese terminado la primaria, (él debía junto a sus hermanos ir a una vereda vecina a estudiar); carretera que en su construcción y diseño estuvo involucrada toda mi familia, con el liderazgo de esa figura agigantada, fuerte, avasallante, rabiosa y enigmática en la que reflejo gran parte de mis contradicciones interiores como lo es mi abuelo Gilberto; curiosamente en esos mismos años ochenta, cuando mi abuelo, mi familia, y en sí la vereda, (vereda era casi lo mismo que familia porque así estaban construidas) hicieron su carretera, se terminó de construir la autopista que unía a Medellín con Bogotá, asunto bien importante que se presenta como un eje fundamental en relación con un encuentro, un entrecruzamiento entre tradición y modernidad, pues al pasar esta misma al lado de nuestro pueblo, hizo a la modernidad más presente. Antes de la llegada de la autopista, El Santuario y sus veredas estaban relativamente aisladas, podemos decir que existía cierto grado de endogamia en la construcción de las familias, porque el foráneo era muy mal visto, entonces era como una especie de aislamiento y autoaislamiento social y mental que se rompió abruptamente al pasar la autopista más importante del país por el. Sobre esto el padre Pacho, el párroco en ese momento de la iglesia principal, dijo que por esa autopista iba a llegar el demonio a este pueblo, y cabe decir que por la carretera no transitan solo mercancías o personas, sino también ideas y conceptos. Se abrieron carreteras, desaparecieron los caballos y las mulas para darle paso a los carros, se construyó también la cultura del comerciante, de esos muchachos cachetirojos y muy trabajadores que se fueron a crear negocios a muchísimos lugares, la idea de la educación más allá de los seminarios, pues estos representaban en el campo la idea de la ilustración, la ampliación de las fronteras interpersonales, ese salir de la casa al mundo exterior, no porque hayamos decidido salir, si no porque el exterior atravesó por nuestra casa, en su sentido de conectividad e integración, que nos acerca al mundo de ahí afuera, al mundo de lo otro, a la globalización. Entonces por esa carretera construida por mi familia, que conectaba con la autopista Medellín Bogotá, salimos en ese 2002 y llegamos a vivir definitivamente en la zona urbana. Seguramente si esa carretera no hubiera llegado, jamás hubiéramos salido de allá.


El grado sexto, fue un choque fuerte para mí y estoy seguro que para muchos otros chicos que llegábamos de la finca a estudiar al pueblo lo era, muchos de ellos aún continuaban viviendo en el campo e iban todos los días a estudiar al pueblo. Recuerdo que mi mamá me empacaba unas cocas grandes de comida para el colegio, como el desayuno de un campesino: arroz, huevo, papas y arepa con quesito de finca para el chocolate. Algunos de mis compañeros que también eran del campo sentían pena de sus maravillosas cocas, entonces se iban a comer a las esquinas, y no las sacaban bien de la bolsa, como si hubiera un temor de que los otros vieran lo que estaban comiendo, lo que no sabían era que para esos muchachos del pueblo esa coca contenía un manjar. Lo que yo sentía de estar en ese colegio era algo entre curiosidad y temor. Jamás había usado uniforme, en la vereda siempre iba de botas a la escuela y estudiaba con mis primos, casi todos eran mis primos; en ese momento llegué a un lugar hostil, difícil, del que quise regresarme a mi viejo lugar. Recuerdo cuando observé desde un balcón del colegio el día que fui a matricularme con mi mamá, y miré hacia el lugar donde estaban los talleres, ese fue el espacio más grande que jamás vi, era como ver un sueño. Ahora que veo ese colegio me parece una cosa minúscula y apeñuscada, pero en ese momento fue el lugar más grande, misterioso y poderoso al que pude llegar. Tenía solo un amigo, se llamaba Wilson, le decíamos Taruguito, todo el mundo lo quería, todo el mundo lo conocía, yo solo conocía otras dos o tres personas. Era paradójico estar en ese espacio agigantado lleno de chicos y al mismo tiempo experimentar una sensación de soledad, un deseo de regresar a San Matías, porque allá siempre estaba acompañado de mis primos, siempre estaba en la casa grande que era toda mi familia, aquí en el pueblo ya no existía esa casa grande, ese estado de seguridad y confort que me daba el estar rodeado solamente de familiares; este acercamiento a la modernidad también derivaría en la construcción de casas más pequeñas, más individualizadas; ya su estructura, en mi caso, estaba basada en la familia nuclear, (mi padre, mi madre, mis hermanos), donde ya no teníamos una vinculación, un relacionamiento y una construcción de la realidad en directa relación con esa casa amplia y tradicional que fue toda mi vereda. Allí en ese colegio conocí al profe Emidio Herrera, él daba clase de artística en un salón grande, en ese lugar fue donde definitivamente decidí que el arte haría parte fundamental de mi vida. Mi madre me incentivaba y ponía en marcos mis mamarrachos, mamarrachos de los que años después se quejaría, por no encontrarles un sentido.

Desde años atrás mi abuelo había iniciado la construcción de su casa en el pueblo, en la segunda planta del edificio que en su momento llegaría a ser el más alto del barrio, tenía tres pisos para casas y uno, el primero, para un par de garajes altos, garajes que más adelante uno de ellos llegaría a ser mi taller. Este edificio se hizo en toda una esquina, en un pedazo que nos vendió don Jaime Gañote, un viejo amigo de la familia que era dueño de una de las casas fincas más maravillosas que hubo otrora en este barrio. Este edificio se fue haciendo paso a paso durante muchos muchos años, “cuando se iba pudiendo” como dicen los mayores, así pues, la primera casa en terminarse completamente fue la de mi abuelo y mi abuela, que era el segundo piso, se terminó no sé exactamente en qué año, pero aún vivíamos en el campo, en San Matías, aún no era el 2002. En esos tiempos, mientras se construía el edificio, a finales de los años noventa, los fines de semana siempre nos veníamos para el pueblo, entonces posabamos en la casa de mi abuelo, esa palabra, posar, era muy usada cuando yo era chico; en el contexto rural las familias siempre subíamos al pueblo el fin de semana, a la misa y a mercar mínimo, entonces como solo se subía un día al pueblo, había casas de algún familiar normalmente, donde nos quedabamos ese día, esto se llamaba posar.

Nosotros; la casa de mi familia principal, (mi padre, mi madre y mi hermana), la casa de mi abuelo y abuela paternos y la casa de mi tío Nelson hermano de mi papá y mi tía Rubiela hermana de mi mamá, que son esposos también, siempre hemos habitado muy cerca. Las tres casas en la vereda colindaban, estaban casi juntas en la misma finca, y este edificio adquirió de alguna manera la misma forma, eran nuestras tres casas juntas, una forma espacial de conservar una estructura rural ya en el mundo de lo urbano. La idea de familia después de haber atravesado por esa carretera, y habernos instalado las tres casas en la zona urbana, conservó un cierto calor hogareño, campesino, donde muchas dinámicas cambiaron, otras desaparecieron, otras se agregaron, pero los lazos de familia continuaron casi intactos entre nosotros. Llamar urbano a este barrio conurbado no sé qué tan acertado sea, en mi caso lo veo como una nueva forma de la ruralidad, una evolución de la misma, una inserción más directa en el capitalismo, no sé claramente cómo definirlo. En principio como venía diciendo posábamos en la casa de mi abuelo, teníamos una pieza para nosotros, para nuestra familia, en esos tiempos antes de llegar definitivamente a vivir en el pueblo nos veníamos todos los viernes por la noche en el carro rojo de mi abuelo, porque los sábados mi papá mi tío y mi abuelo trabajaban en la finca de Jaime Gañote, la finca de la casa gigante de tapias de donde nos habían vendido el pedazo para la construcción del edificio, esa finca quedaba justo detrás de la casa, solo era bajar, voltear y listo, ya estábamos en la finca.

Con los años y lentamente, aprovechando alguna suerte de las que a veces da la incertidumbre de la agricultura, mis padres lograron terminar la casa, o bueno medio terminar, porque todos los acabados se le fueron dando con el tiempo. Nuestra casa estaba sobre los dos garajes, la casa de mi abuelo, la de mi tío y mi tía que estaba en el tercero y la de nosotros la construimos en el cuarto piso, a esa casa llegamos a vivir en el año 2002. En principio, cuando llegamos, mi papá empezó a trabajar él solo las tierras de don Jaime Gañote, las tierras de atrás del edificio y aún no se desconectó del todo de la vereda San Matías, porque algunos días también iba a trabajar allá. Algún tiempo después mi madre empezó a trabajar en la guardería del barrio, tenía trece niños y para esto le pidió a don Jaime Gañote que le prestara la casa finca que tenía ahí en esas tierras. Como la familia de don Jaime ya vivía en Medellín y solo venían por ahí de vez en cuando, le prestaron uno de los cuartos de esa casa gigante para que tuviera la guardería del barrio, esa casa tenía una manga grande al frente, donde los niños salían a jugar con mi madre, recuerdo que yo recogía la mierda de las vacas de esa manga, porque en esa manga no podía haber mierda, también recuerdo que había un muro largo que mi madre me pidió que pintara, no se cuanto me gaste pero pinté ese muro grande de muchos metros con imágenes de animales, de paisajes y no recuerdo bien de que más. En la manga de atrás teníamos la vaca de leche que yo ordeñaba a veces.

Fue hasta el año 2006 que mi padre y mi madre trabajaron en esa finca, mi padre en la agricultura y mi madre con la guardería, lo que pasó fue que don Jaime Gañote y su familia vendieron esa finca y ahí en esas tierras y sobre la casa gigante de tapias se construyó una unidad residencial. Entonces ya tocó mirar otras posibilidades, una de ellas era volver a San Matías; a mí me causaba felicidad fantasear con eso, porque allá estaban todos mis primos y amigos de la vieja vereda, y la verdad en mi colegio tenía muy pocos amigos. Al fin resultó una para alquilar, ahí cerca al mismo barrio, ya no atrás, sino al frente de nuestra casa, solo bajar, dar unos pasos, atravesar la quebrada y llegamos al lugar donde aún hoy continuamos trabajando, la finca del Calvario.

Yo tenía unos 14 años, ahí fue donde me tocó aprender a cargar, entre la comprensión y la templanza de mi padre. Desarrollar la fuerza era una fase importante del crecimiento en la finca, era casi como una construcción de la virilidad, o una obligación. Esa frialdad que se necesita para matar un perro o una culebra que se arrima a la casa, o el carácter para bolear azadón un día completo, esa dureza de los mayores que no suelta ni una lágrima y donde a veces me confundo y no logro ver el límite entre la dureza y la agresividad. Siempre me identifiqué más con el admirar o con el nerviosismo, asuntos de matar siempre me daban miedo, una rata, o una culebra, o una gallina, siempre huía de esos espacios. San Matías cuando yo era niño estaba distante de ser un lugar idílico, era idílico todo mi mundo familiar, pero en sí el contexto en los años noventa era complicado, cerca de la casa de la vereda había y aún hay una base militar que marcaba en esa dirección una especie de límite entre la zona que dominaba la guerrilla de las farc y el control de las fuerzas del estado, era un límite convulso y exigió de mi abuelo un carácter duro cuando llegaban los militares a robar alimentos o gallinas, muchas veces le tocó ir a hablar con el comandante de la base cuando cosas así pasaban. Tengo un recuerdo que no sé bien si es una pesadilla, porque era muy de noche siempre que sucedía, yo iba en el carro de mi abuelo, ahí adelante con él, y se veían las luces del carro que alumbraban la carretera que por partes entre los barrancos y los montes producían un poco de miedo, y justo cuando llegábamos a la curva donde era la entrada para la base militar había una especie de bola de alambres de púa con madera que cubría todo el paso. Justo en este momento, mientras escribo, busqué en Google: “círculos de alambre de púa en la guerra” y me salieron los tales círculos esos, tal cual, como los que veía con mi abuelo, lo curioso es que dice “alambres de púa de la segunda guerra mundial”, otro salto en el tiempo; lo que hacía mi abuelo, era que se bajaba del carro y con sus manos corría ese círculo y lo tiraba a un matorral al lado de la carretera y continuábamos hacia la finca. Son muchos los cuentos y las historias que he escuchado sobre la fuerza que denotaban los hombres en los tiempos de mi abuelo, él mismo me ha descrito cómo era la técnica para subirse al hombro bultos de más de cien kilos, supongo que en ese momento la fuerza física para cargar era mucho más importante que ahora, por las largas distancias y la ausencia de carreteras que hacían de esa capacidad algo necesario; lo curioso es que todos esos hombres fuertes no eran capaz de servirse su comida, mi abuelo siempre se sentaba en la silla a esperar que mi abuela le llevara el plato, esta fuerza pues, se hallaba en un campo gris, en una especie de contradicción entre un hombre rudo, fuerte y hasta violento que a pesar que dentro de su casa conserva todas las anteriores características, se comporta como un niño dentro de ella.

Los primeros años de trabajo en la finca del Calvario fueron mucho más difíciles que ahora, por un motivo simple y es que no tenía carretera, entonces la carga había que sacarla al hombro bien hasta abajo cerca a la quebrada por donde pasa la calle principal, o subirla bien hasta la cabecera por donde pasa la calle del barrio el Calvario, lo propio había que hacer para entrar los abonos y los cuidos para las vacas. Cuando tenía unos quince años recuerdo que me tocó subir mi primer bulto de “salvao”, (comida para los animales), desde cerca a la quebrada hasta arriba a la casa de la finca, fue algo complicado porque ese bulto se me cayó no sé cuántas veces, fueron tantas que el bulto se rompió y me tocó subir por otro costal para echarlo y terminar mi tarea; así tocaba subir y bajar todo, los bultos de habichuelas, las cajas de lechuga, los bultos de remolacha, de zanahoria, en fin, cualquier producto que tuviéramos sembrado.


Esa finca en principio tenía una manga grande, mucho más grande que la de Jaime Gañote, ahí teníamos la vaca y unas terneras. La vaca de leche era una de esas cosas que nos conectan con nuestra forma de vivir en San Matías, tener la vaquita de leche era algo demasiado importante en el campo, me cuenta mi padre, que, si una familia vecina no tenía vaca y tenían un niño chiquito, todos los días se le mandaba un tarro de leche. Ordeñar la vaca siempre fue una de mis labores principales desde niño; y lo fue más o menos hasta mis 19 o 20 años, que fue el momento en que desapareció la vaca de leche de nuestra familia. Recuerdo que en el colegio y en mis primeros semestres de universidad antes de irme debía subir a ordeñar la vaca, a cuidar la marrana y las gallinas. Esa decisión, de prescindir de la vaca de leche, se tomó porque ya los tiempos no nos estaban dando para ordeñar la vaca todos los días, entonces se estaba convirtiendo en un peso, y claro está que una vaca se debe ordeñar absolutamente todos los días, además de encerrar en la tarde el ternerito, ese fue el motivo principal, entonces nos quedamos con novillonas, que no requerían el compromiso de estar todos los días ordeñando y encerrando. Unos años más adelante don Manolo uno de los dueños de la finca decidió convertir todo en arado para cultivar, entonces la manga desapareció, y así también las novillonas.



Al poco tiempo de llegar a esta finca me gradué del colegio y decidí presentarme a la universidad, con la fortuna de haber sido aceptado en la Universidad Nacional de Colombia sede Medellín, a la carrera de artes plásticas. Cuando empecé ese proceso, recuerdo que mi padre me dio un lote para cultivar, muy bueno, y me dijo que ese lote me iba a dar la plata que necesitaba para estudiar. De alguna manera el ser campesino ya habitaba en un punto de tensión, un punto límite donde se tocaban tradición y modernidad; Trabajar para estudiar, trabajar para consumir, ya no se trataba solo de trabajar para sobrevivir. La llamada revolución verde que se implementó en diferentes zonas del país en los años setenta a través del DRI (Desarrollo rural integral), y que tuvo en mi pueblo fincas modelo en esos años, transformó radicalmente la forma de nuestras prácticas campesinas, con la inserción de semillas mejoradas y la posterior dependencia de los agroquímicos, casi todos producidos por multinacionales en el exterior, se eliminaron de nuestras parcelas cultivos como el maíz, la arracacha, algunas variedades de papa, entre otros y se introdujeron nuevos cultivos como la zanahoria, el repollo, la remolacha… etc; pero diría que lo más importante fue que nuestra alimentación dejó de basarse en las cosechas que teníamos en nuestro campo y la mayoría de nuestros cultivos eran ya para la comercialización, esto no se debe a una decisión propia de nosotros los campesinos, si no a una puesta a punto con un sistema globalizado en el que la agricultura de mi pueblo entraría, e inevitablemente sería con esas prácticas que conservan rasgos de un pasado: indígena y colonial, en una mixtura con el nuevo modelo agrícola, ahora al servicio del capitalismo, con el que yo me encontraría, pues no podemos hablar de una destrucción total de unas prácticas tradicionales o de una inserción absoluta del nuevo modelo, sino de un juego de hibridación o sincretismo entre el pasado y el presente. De alguna manera si quería dedicarme al arte debía profundizar más en la tierra, no huír o salir como lo había hecho el único primo que yo conocía que había ido a la universidad, que de cualquier manera, vendiendo boletas con su madre o trabajando en otras actividades en el pueblo se consiguió su dinero para estudiar; había cierta concepción de que si ibas a la universidad ya no meterías las manos en la tierra, pero la opción más viable de hacer esto realidad en mi caso, era trabajando en ella, además como mi padre era el jefe y estaba comprometido con mi proceso académico, asunto que también es un poco extraño, porque en mi contexto hay una concepción demasiado idealizada del trabajo como fin único para darle el sentido a la vida, entonces si un hijo quería estudiar la universidad, o hasta el colegio, dentro de esa forma de ver, ya estaba muy grande para darle algo, “que si quería estudiar, pues que se lo costeara”. El dinero que yo hubiera podido ganar en cualquier otro lugar no me alcanzaría para mis necesidades. De alguna manera, este arraigo a la tierra me ha permitido una independencia académica y creativa donde la creación artística no está mediada por el afán de las instituciones y la necesidad económica; sino más bien centrado en la búsqueda de un lenguaje propio.

Algún tiempo atrás había comentado con mi papá el deseo de estudiar artes, lo hice ahí en la finca mientras desherbábamos unas remolachas, creo, yo le dije que la verdad quería presentarme a artes y él solo me dijo que estudiara lo que quisiera, a uno le da un poco de miedo decirles a los padres que es eso lo que quiere estudiar, y más en el contexto rural, a mi madre por ejemplo le dio dificultad entender que yo estaba estudiando, no para ponerme una corbata e ir a trabajar a una oficina. En la Universidad no estudiaba todos los días, iba unos tres o a veces cuatro días, pues debía apoyar un poco el trabajo en la finca.


Mi mamá ya había abandonado el trabajo de la guardería, pero continuó trabajando con bienestar familiar en el programa de hogares sustituto, que consistía en ser un hogar medianamente de paso para niños o adolescentes sin hogar, algunos duraron dos o tres años en la casa. Para mi hermana y para mí fue complejo muchas veces lograr convivir bien con todas las personas que pasaban por la casa, pero al mismo tiempo fue un aprendizaje del complejo, doloroso, injusto e inequitativo mundo de ahí afuera de nuestro hogar. En ese momento mi mamá decidió terminar el colegio, ingresó al grado octavo a una institución donde estudiaba todos los domingos porque cuando vivíamos en San Matías y yo era pequeño, ella había estudiado hasta séptimo en un colegio rural que había en ese momento en una vereda vecina donde iban dos días a la semana. Al graduarse continuó estudiando una técnica en educación infantil, de la que también se graduó mientras yo estudiaba la universidad, y de la que se siente muy orgullosa, como dice ella, por ser la única de todos los 16 hermanos que se graduó del colegio. Ella siempre me cuenta que de niña lo que más le gustaba era estudiar, Siempre tuvo ese ímpetu por el estudio que me inculcó. Esa salida de San Matías en el 2002 estaba conectada con ese deseo de mi madre de estudiar y ese deseo de estudiar nos conectaba con el ilustrarnos, con cierta idea de modernidad, que nos llevó a la zona urbana; el colegio al que yo llegué, en el cual mi padre años atrás había estudiado y que más adelante se transformaría en la universidad, estaba en un diálogo constante con la ruralidad, ese ir y venir, entre el colegio y el arado, entre la universidad y la vaca, entre el taller y la finca.


  • 13 Min. de lectura

Cuando estaba en segundo o tercer semestre ya tenía tantas cosas, quería pintar cuadros más grandes y el cuarto que tenía en mi casa se empezó a hacer pequeño, se empezó a llenar de manchas de pintura y de bastidores empezados. Como mi papá era dueño de uno de los dos garajes de ahí abajo del edificio, yo le dije que, si me iba a dejar pintar allá y él aceptó, ese espacio se convirtió en mi taller, uno de esos dos garajes altos que mi abuelo imaginó, por los cuales en su momento junto a don Gildardo, el oficial que construyó el edificio, tuvieron que ir a la secretaría de planeación del municipio y “tranzarlos” con plata, con cincuenta mil pesos, me contó mi abuelo, porque al parecer esa altura no era permitida. Buenas razones tenían al quererlos bien altos, bien espaciosos, pues él cuando empezaron la construcción del edificio tenía una jaula roja, un camión Ford viejo, de esos que se usaban y aún se usan para sacar la comida de las zonas rurales.


En principio los dos garajes estaban juntos, se construyó el muro que los divide cuando mi papá me dio el espacio para convertirlo en mi taller. El de mi abuelo se usa para guardar la máquina de fumigar, herramientas, viejas partes de carros, abonos, entre otras cosas de la finca, y mi abuelo tiene ahí guardado el que fue su último carro, un Toyota del sesenta y nueve en perfectas condiciones, pero que ya no usa, pues ya en el único lugar que trabaja es ahí, en la finca del frente, entonces ya no lo necesita. El garaje de mi papá cuando él aceptó prestármelo, estaba alquilado a un vecino para guardar un viejo carro, ese espacio estaba en obra negra, el piso estaba en tierra, no tenía baño, no tenía un muro que lo separara del garaje de mi abuelo, no tenía agua y solo tenía un cable para conectar un bombillo. En ese momento yo bajé mis cosas en medio de muchísima alegría, pero a los 8 días mi papá me dijo que: “saque las cosas de ahí, porque lo voy a organizar”, literalmente me dijo con estas palabras que recuerdo con intensidad: “un hijo mío no se puede meter en eso tan feo”. Entonces contrató a don Rubén un oficial muy bueno para organizar ese espacio. Mi mamá escogió unas baldosas de un estilo como de baño, mi posición era que se dejara en cemento, porque obviamente lo iba a volver una mierda, al fin lo terminaron organizando de la mejor manera, hasta estuco le aplicaron, quedó perfecto. Ese taller me lo dieron en el año 2009 cuando estaba en tercer semestre, fue mi espacio de creación, espacio de encuentro y espacio de aprendizaje durante muchos años. El taller se convirtió en el lugar del hacer de múltiples cuadros, de la planeación de mis primeros cortometrajes, de una que otra fiesta, de las clases que todos los sábados daba a los niños del barrio, viví muchas épocas en ese lugar, era mi guarida, mi bóveda, mi tumba, mi hogar, el lugar al cual siempre quería llegar. Al principio en ese espacio sonaba el eco del vacío, literalmente, lo primero que conseguí fue un mueble que me regaló un vecino, un sillón que me regaló mi abuela, una silla vieja de la casa, una mesa que me conseguí en un segundazo, otra que me regalaron, compré un caballete y mucha pintura.


Con el paso de los años empecé a acumular tantos cuadros, que ya no me cabían en el taller, entonces mi abuelo y mi abuela me prestaron un cuarto en su casa que fue mi bodega durante mucho tiempo. Esos primeros años marcaron el inicio de obras en gran formato y de una búsqueda intensa por encontrar un lenguaje con el cual identificarme en la pintura, y el inicio de mis primeros trabajos con la imagen en movimiento en mis clases de video en la universidad. Mis primeros trabajos audiovisuales estuvieron centrados en una especie de documental de observación sobre mi vieja casa en la vereda San Matías y sus alrededores, en esos momentos, (inicios del 2010), sucedía algo completamente interesante en ese lugar, y era que estaba casi abandonado, la vereda estaba casi vacía y la mayoría de arados estaban alzados, yo me paraba en el patio de mi vieja casa y no veía ni una sola que estuviera habitada a su alrededor, la soledad había invadido ese lugar por completo y de alguna manera me empezaba a preguntar a través del video por ese lugar que había sido abandonado y por la relación que yo tenía con ese abandono, fue de alguna manera el germen de este proyecto y mis primeras aproximaciones. Los medios audiovisuales aparecieron para mi como una estrategia para poder observar, captar y transmitir mi estado entre la ruralidad y la urbanidad, porque en la pintura tenía una búsqueda mucho más íntima a través de los retratos, que no me permitía abarcar esta condición; entonces este otro medio de expresión respondía con claridad a la construcción de un puente entre ser un agricultor y ser un artista. Por estos mismos años mi papá y mi mamá decidieron vender la finca de San Matías, (que aún nos pertenecía en ese momento), la compraron mi tío Nelson y mi tía Rubiela, entonces de alguna manera quedó en la familia.


Este taller fue escenario, epicentro en el barrio de algunas actividades culturales, materializada la principal de ellas en la clase de pintura los sábados, un encuentro que sucedía y aún sucede en la tarde de ese día; la clase del taller empezó justo después que me dieron ese espacio, en el año 2010, por ella han pasado cantidad de niños, niñas y adolescentes del barrio, muchos ahora ya son adultos o jóvenes con los que comparto una amistad, o por lo menos una posibilidad de conversación, pues, yo le llamo a mi clase una falsa clase de pintura, porque lo que más me interesa no es enseñarles a desarrollar una técnica de la pintura, es más, en muchos casos ni siquiera pintamos, hacemos otro tipo de ejercicios a través de la escritura, y con los niños y niñas que aún no saben escribir, un tipo de dibujo narrativo a partir de sus experiencias, o simplemente conversamos; lo que busco es desarrollar un espacio de confianza donde a partir de las artes se puedan expresar, más que aprender. Esta clase la veo como un devolver al barrio un poco de todo lo que la vida y mi familia me ha dado, incluido el taller, una forma de agradecer con una actitud muy heredada de la ruralidad, de un campesinado que siempre está dispuesto o casi que siente el deber de dar una parte de lo que tiene, sea en el diezmo que dan sin falta los domingos en la misa o el compartir con un foráneo, un familiar, un vecino o un conocido alguna parte de su cosecha, una identificación del otro como ser humano con el que compartimos el espacio vital. En la urbanidad (modernidad) prima la individualidad, una falta de conciencia comunitaria, una desaparición de la otredad como ser humano, ahora en un relacionamiento a partir del consumo; cuando digo urbanidad no me refiero estrictamente al concepto de pueblo o ciudad como estructura física, porque estos en gran parte están construidos a partir de personas llegadas del campo, por diversos motivos y aunque estén en la urbanidad conservan algunas prácticas cotidianas que vienen de unas formas familiares y rurales de construir los lazos entre sí; es decir no hay una urbanidad pura en su modernidad o tradición, hay una interrelación de ambas, en mayor o menor medida dependiendo de cada persona.


Mi tiempo está fragmentado, no puedo estar del todo en la finca, y tampoco puedo estar del todo en el taller, y a veces cuando estoy en la finca, principalmente cuando estoy realizando cualquier trabajo solitario, que son los que más me gustan, mi cabeza está metida en mis problemas del taller, como en una falta de concentración que mi padre antes me reclamaba tanto, una fragmentación mental en dos modos de actuar, uno proveniente de la agricultura y otro proveniente de la academia y las artes, y una fragmentación física, ya que no puedo estar una semana entera, casi ni un día entero en la finca, porque debo estar en el taller, o en cualquier cosa de la universidad. Trabajar el día completo, la semana completa, hace parte de una de esas prácticas arraigadas en el campesinado, no dudo, que por esa capacidad de trabajo la agricultura hace parte de los motores principales de la economía del país; yo no tengo esa capacidad de trabajo, esa seriedad con la que se asume la labor, estoy fragmentado como un espejo quebrado que no es solo una realidad la que refleja. Al mismo tiempo, que me siento extraño o fragmentado en la finca, me siento extraño y fragmentado en el taller y pensando en esta figura del espejo que estaba usando antes, siento que lo que busco en mi pintura y en cualquier creación artística está relacionado con mi vida en el campo, con una forma de concebir el mundo y el arte, que viene de allá también, es más, este proyecto se pregunta por esa vida rural a través de las artes y la academia, la pregunta en sí misma responde a su búsqueda, los puntos donde tradición y modernidad se encuentran entrecruzados en la forma en que soy campesino, un ejercicio de reflexividad, de mirar hacia adentro, de ponerme a mí mismo y mi propia experiencia como objeto de estudio, responde a mis búsquedas como campesino a través de uno de los pilares de la modernidad, como lo es la universidad, mientras confluyo en el quehacer diario de mis manos; la fuerza, la rusticidad, se vuelven conceptos fundamentales dentro de mi pintura, el cuerpo tenso, mi mano fuerte, no tan fuerte como la de mis mayores, pero fuerte y dura, esta mano, mi mano, no puede dar unas pinceladas tranquilas, suaves, o pintar paisajes glamurosos o cuerpos perfectos, esta mano fuerte y pesada hace manchas rústicas, cuerpos llenos de materia, personajes que no logran ser del todo, que se la juegan entre la figuración y la desfiguración, no son cuadros sobados, mis manos no me permiten sobar, mejor verbos como golpear, picar o manchar; una metodología creativa basada en la fuerza física y en esa contradicción conurbada que es mi realidad.



El ir y el venir a través del barrio, desde el edificio donde existe un espacio para ese ocio creador, donde “el tiempo se puede perder” leyendo libros o pintando cuadros, hacia la finca a trabajar la tierra. Mi familia ha permitido el ingreso de nuevas maneras de actuar, nuevas maneras de pensar en nuestra casa, ha permitido que mi yo pueda existir. Recuerdo cuando empecé la universidad, que mientras estudiaba, miraba por la ventana de mi habitación hacia la finca, mientras veía a mi papá y a los trabajadores golpear duro la tierra, a veces bajo torrenciales aguaceros, mientras yo tomaba aguapanela caliente y plácidamente leía un libro, esa imagen me hacía sentir culpable, y sentía que estaba haciendo algo malo, procuraba no salir al balcón, para que mi papá no me viera desde la finca. Un día decidí comentarlo con él y no le pareció extraño que yo estudiara mientras él trabajaba.


Era una sensación parecida a cuando me quedaba durmiendo hasta tarde, hasta pasadas las 7 de la mañana; porque en el campo siempre nos levantábamos temprano, mi abuela materna, si dormía en su casa, siempre me despertaba a las 5 y media a rezar el rosario, hace parte de una idiosincrasia campesina y trabajadora, la cosa es que en el pueblo eso empezó a cambiar porque ya existía una vida nocturna.

Cada individuo a través de sus prácticas tiene sus propios dilemas éticos, el ser siempre está en un espacio de contradicción y yo mismo al iniciar este proyecto me encontraba en ellas; es más, era lo que más me preocupaba, como unos asuntos éticos de la agricultura, la contaminación, la deforestación, el machismo etc; y una dualidad de mi vida entre las artes y la agricultura. La agricultura es mi sustento económico, y el arte es el sentido de mi vida. Mi juego es ir a trabajar a la finca para pagar la maestría, comprar pinturas y en sí, sobrevivir. Siempre me he sentido en tensión al estar en estos dos lugares, no sé bien a dónde pertenezco, pero al fin no sé si eso sea lo importante, este proyecto deriva en una comprensión de mi propia realidad, sin juzgarla, sin pensar que hay un deber ser, sea el de campesino o artista, sino que estos dos son los que hacen mi realidad.


Esos dos espacios conviven visualmente en simultáneo, hablan de dos tiempos en un mismo lugar, de una contradicción que crea una mirada que desea poner todo en orden, una mirada que me pertenece y que en este proceso ha ido aceptando que diferentes tiempos pueden convivir en el mismo espacio, en mi entorno vital, como una colcha de retazos, algo abigarrado, coetáneo como el conjunto de cosas que componen mi vida y que ahora son esta reflexividad. Tradición y modernidad, no va la una después de la otra, conviven en un mismo espacio y son o hacen parte de lo que llamamos realidad, una especie de sincretismo que deriva en lo que somos, en nuestras prácticas, mirando con extrañeza, como si se fuera el primer hombre, con el detalle de un relojero; sincretismo derivado en abigarramiento, en un juego de tiempos donde el pasado y el presente se conjugan en nuestras prácticas cotidianas, en nuestras prácticas campesinas, en nuestras prácticas artísticas, en nuestra vida misma.




La mirada que viene de afuera siempre nos quiere encasillar, uno mismo se pone esos pesos mentales y conceptuales; esa mirada que dice: ¿eres un campesino? actúa como campesino, ¿eres un artista?, actúa como artista. Este proyecto cuestiona esa mirada que tienen desde afuera hacia el campesino, donde es el exterior el que habla por él, el que lo pone en unas dimensiones de adoración, perfección, símbolo de la belleza noble, o por el contrario como un agente inconsciente, contaminador y violento; la pregunta es alrededor de una mirada particular desde el interior de un campesino, que soy yo, y que también es un artista, proceso que nombro como “la contradicción” porque creía descompuesto el mundo, como un estado binario de la realidad, de ser bueno o malo, blanco o negro, campesino o artista, y que derivé en la pregunta por la relación entre tradición y modernidad, poniendo mi experiencia vital como eje central de la búsqueda de sentido a través de esta pregunta. En las primeras aproximaciones que hacía en los semestres iniciales al gran formato en la pintura o la bidimensionalidad, trabajé en uno de mis proyectos de experimentación, en grandes telas que cubría con acronal y diferentes colores de tierra, hasta remolachas machucadas apliqué sobre esas telas, de las que aún conservo algunas. Para todos estos ejercicios preparaba un espacio en la casa de la finca del calvario, ahí en el corredor, ponía un trípode con una cámara para hacerle fotos o videos al proceso, tendía la tela en el piso, y me disponía a trabajar, andaba por la finca y acumulaba bolsas con tierras de diferentes colores para después juntarlas con el acronal y disponerlas con mis manos y trapos sobre los lienzos; recuerdo que a los trabajadores de ese momento, sobre todo a uno que se llamaba Rodrigo, le decíamos Rigo, le causaba mucha curiosidad lo que yo estaba haciendo, me decía que: “este guevon si está como loco”; en ese momento, igual que ahora, era muy aficionado a la radio, sobre todo a la radio hablada, al AM, esa era otra de las cosas que a Rigo le parecían muy curiosas, que como un pelado de mi edad no estaba escuchando musiquita, guasca o reggaeton. Recuerdo que en una de las exposiciones que se hacían en la casa de la cultura de mi pueblo, a las que yo asistía con gran orgullo por ser el único coterráneo en estar estudiando artes en la Universidad Nacional, llevé una de esas telas, y las personas quedaron un poco confundidas; en ese momento quería utilizar acciones y materiales propios del trabajo en la finca, aunque obviamente al querer disponerlos en soportes y espacios diferentes a la misma, perdían esa belleza poética y casi sublime que evocan la formas de las parcelas en la finca, el nacer y el crecer de los cultivos, el gran formato de esas paperas, que me hacen ver como un pequeño insecto cuando me meto entre ellas a fumigarlas, hay un asunto estético en la agricultura que disfruto; Las mañanas enneblinadas tomando jugo de naranja o tomando chocolate con arepa migada, mientras miro por el balcón de la casa, para salir prontamente a la labor de la finca, en antaño a ordeñar la vaca, ahora, a fumigar el campo, a sembrar o a desherbar. Bajar las 3 casas y pasar por el taller, atravesar la pequeña quebrada que divide el mundo del aquí y del allá, o del allá y del aquí, del taller y la finca o la finca y el taller, esos dos mundos que se miran literalmente el uno al otro y en los que yo orbito con irregularidad; subir después de la pequeña quebrada por el camino de tierra y piedra que conduce hacia la casa de la finca, llegar, buscar las llaves que siempre han estado escondidas bajo un tarro de chocolisto viejo, lleno de clavos y grampas que está muy cerca a la puerta, encontrar la llave que tiene aires de misterio, por ser de esas grandes, de las casas viejas, abrir la puerta y observar los azadones y las picas colgadas sobre los palos del techo de la finca, ver como pasan los murciélagos de un lado al otro, sacar los riegos de la mesa, preparar la máquina de fumigar, llenar la bomba y salir a la fumiga de los cultivos. A las 10 u 11 comerse el desayuno recargado de campesino y disfrutar mirando el palo de guayabas, volver a la labor, y empezar a desear la bajada al taller un rato a pintar o seguir escribiendo la tesis. No soy un campesino convencional, y tampoco soy un artista convencional; hay un concepto que se empieza a usar mucho en los movimientos sociales del oriente antioqueño y es la neo-ruralidad, que se refiere principalmente a personas que no han estado en entornos campesinos y que llegan a ellos, aquí se genera un choque que deja al descubierto la urdimbre de la tradición y la modernidad en el campesino y el neo-campesino; lo digo porque estas personas, (los neo-campesinos), traen o recuperan conocimientos que dentro de las estructuras que podríamos llamar más tradicionales de la agricultura, que es de donde yo provengo, ya hemos perdido, semillas, cultivos y formas que están más ligadas a la agricultura antes de la llegada de la revolución verde, que, si lo queremos definir, estaría dentro de una agricultura más tradicional; aquí continúa la dualidad. porque normalmente, no digo en todos los casos, pero normalmente, estas personas que denominamos neo-rurales no sobreviven económicamente de la agricultura, entonces no entran en una pregunta económica sobre la labor, sino más bien en un interés por recuperar conocimientos de la alimentación y las variedades de cultivos que en otrora pulularon en nuestro territorio; entonces aquí podríamos decir que el neo-rural obtiene o absorbe, o aprende unas prácticas más ligadas a lo tradicional, que, lo que llamamos el campesino tradicional, que ya está dedicado en un buen porcentaje solo a las semillas, los agrotóxicos y los abonos de las multinacionales. ¿Soy yo un neo-rural?, obviamente, pero no vengo de afuera hacia adentro, sino, de adentro hacia afuera, de unas prácticas y una historia ligada directamente de la agricultura de los pueblos del oriente antioqueño, hacia una inserción en el mundo de las artes, la academia y la modernidad.


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